En La vejez (una obra lucida que no envejece), la pensadora y
escritora francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) apunta que la forma en que
una sociedad trata a los ancianos dice mucho acerca de sus valores, sus
principios y sus fines. Y cuenta que en una aldea de Bali solían sacrificar y
comer a los viejos, hasta que se perdieron conocimientos y tradiciones
esenciales pues no había quien los conservara y transmitiera. Así, cuando hubo
que construir nuevas casas y edificios respetando el estilo y las necesidades
del lugar, nadie sabía cómo. Entonces un joven trajo a su abuelo (al que había
escondido en el bosque) y, a cambio de que respetaran su vida, éste enseñó a la
comunidad lo que se había perdido y olvidado. Desde entonces no se comieron a
los viejos, los honraron.
Los viejos fueron jóvenes, así fluye el río de la
vida. Por lo tanto tienen mucho para decir acerca del curso de las aguas. Pero
los jóvenes no fueron viejos. Sus conocimientos provienen del instante y no de
la extensión del tiempo. El instante es fugaz. Hay más para comprender en lo
que permanece y tiene raíces (sin raíz no habrá tronco ni follaje) que en
aquello que se agota en la inmediatez.
Que un viejo no entienda del todo las
modas, las técnicas, la información abrumadora, coyuntural y perecedera, será
siempre menos grave que si un joven no entiende que el mundo no nació con él,
que hubo otros forjándolo, conservándolo y haciéndolo girar hasta que él
llegara, y que a esos otros les debe atención, paciencia y agradecimiento. Las
aguas del río existencial (como todas) corren en una dirección y quien va en
ellas pasará inevitablemente por donde otros le precedieron. Vale recordar esto
en épocas en que se idolatra a lo joven y lo nuevo sólo por serlo. "No
sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos; reconozcámonos en ese viejo,
en esa vieja", dice de Beauvoir. Vejez no es enfermedad, sino una etapa de
la vida.
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Artículo extraído de La Nación, fotos de Google